Cuando acepto lo que no puedo cambiar, me siento libre
Sabio es quien termina aceptando que hay cosas, personas y
acontecimientos que no se pueden cambiar. Valiente es quien lejos de negar esas
realidades o enfadarse ante lo que no puede controlar, elige aprender en
silencio y seguir avanzando.
Cuando acepto que lo que no puedo cambiar se reduce mi
sufrimiento y solo entonces me centro en aquello que sí puedo controlar. Porque
la vida tiene ese componente caótico e inesperado que a menudo, escapa de
nuestras manos, que surge libre, que nos sorprende con sus sinsentidos y su
azar. Asumir este principio existencial es una herramienta para nuestra salud
mental.
Admitamos, a lo largo de nuestra existencia nos han ocurrido
cosas que jamás hubiéramos previsto. Aún más, algo que suele desesperarnos es
ver cómo algunas personas actúan de pronto de un modo inesperado. Tanto, que es
inevitable experimentar cierta decepción.
Todas estas situaciones pueden hacernos creer que nada, absolutamente
nada está bajo nuestro control.
Como bien señalaba el psicoterapeuta Albert Ellis, hay
tres monstruos que siempre vetan nuestra felicidad y los tres se basan en esa
necesidad tan nuestra de que las cosas sean como deseamos. Esos tres grandes
enemigos serían “la vida tiene que ser fácil, las personas tienen que tratarme
siempre bien y todo lo que hago tiene que ser perfecto”.
La mente no admite el fracaso, el error o la decepción.
Aún menos lo inesperado. Es más, tal y como nos indican varios estudios,
nuestro cerebro está más preparado para soportar el dolor físico que la propia
incertidumbre y aquello que escapa a nuestro control. Profundicemos un poco más
en este tema.
Cuando acepto lo
que no puedo cambiar puedo actuar de manera más acertada.
Hay aprendizajes que no vienen en los libros. Hay
sabiduría que no aprendemos de nuestros padres. Hablamos sobre todo de esos
hechos que llegan con la experiencia y que, de algún modo, nos cambian.
Nos hubiera encantado, por ejemplo, que aquella persona a
la que amamos en el pasado, hubiera sido y actuado de otro modo. Pocas cosas
nos hubieran gustado más que esquivar la adversidad, que haber tenido una bola
mágica para prever ciertas cosas o eventos que tanto nos afectaron.
La vida no es un camino en línea recta. Es incierta,
inesperada y tiene hasta unas pequeñísimas grietas por donde se filtra el caos.
Asumirlo supone para cualquiera de nosotros un inmenso esfuerzo psicológico.
Señalaba Aldous Huxley que esto no nos pasaría si ya desde
niños nos enseñaran filosofía. Porque esa área del saber entrena al ser humano
en el saludable arte de dudar de lo aparente, de cuestionar lo que vemos y de
aceptar el reino de la incertidumbre.
Sin embargo, la filosofía descuida un pequeño aspecto el
cerebro necesita certezas. Nada nos ocasiona mayor sufrimiento que la sensación
de no tener un control de lo que nos rodea. Es más, pensar que lo que hoy damos
por seguro mañana puede desvanecerse es poco más que abismo de sufrimiento.
El sesgo del
optimismo, una necesidad vital.
En un estudio llevado a cabo en la Universidad de Londres
por parte del doctor Aaron Berker se demostró algo interesante. El cerebro
tolera mejor el dolor físico que la incertidumbre. El simple hecho de saber que
algo puede cambiar o que algo puede ocurrir de manera inesperada, nos sume en
un estado de estrés y ansiedad elevado. Los niveles de cortisol aumentan y el
cerebro entra en un estado defensivo y de alarma.
Es imposible vivir de ese modo. Tal y como nos señala el psicólogo
y premio Nobel Daniel Kahneman, las personas mantenemos un optimismo algo
sesgado para sentirnos bien. Asumimos de manera inconsciente que mañana será
igual que hoy. Damos por cierto que quien nos quiere nunca nos hará daño, que
no perderemos el trabajo, que lo que hoy es seguro lo seguirá siendo el mes que
viene.
Sabiendo esto podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿es un error entonces mantener ese
enfoque vital tan optimista? En absoluto, no lo es. Nadie puede vivir en “modo
desconfianza” de manera permanente. Supondría un sufrimiento tremendo. No
obstante, eso sí, podemos aplicar un enfoque muy saludable: asumir que hay cosas que no podremos cambiar y aceptar lo inesperado
cuando haga acto de presencia.
Cuando acepto lo
que no puedo cambiar; recupero el control
No es ninguna contrariedad. Cuando acepto lo que no puedo
cambiar tengo un mayor control sobre mí mismo. ¿La razón? En esos momentos en que sucede algo inesperado, entiendo
que a veces, no sirve de nada enfadarme, ni pelear, ni negar la evidencia. Hay cosas
que ocurren y, como tal, hay que darles paso. Aceptarlas con templanza.
Es en esas circunstancias cuando se abren dos opciones: me hundo o reacciono. Un ejemplo,
puede que alguien a quien apreciamos ha elegido no estar a nuestro lado cuando
más lo necesitábamos. Ante algo así puedo llorar, echárselo en cara o sufrir el
dolor de la decepción. Ahora bien, lo más acertado sería reaccionar: me he dado cuenta de que yo no soy
importante para esa persona, por lo tanto no debería estar en mi vida. Paso página.
Cuando acepto lo que no puedo cambiar, recupero el control
sobre mí mismo y me siento más libre. Cuando sucede algo complicado y adverso,
no pierdo el tiempo preguntándome por qué ha pasado. Sencillamente, me digo a
mí mismo qué puedo hacer y qué versión de mí debería aflorar en esa
circunstancia.
Porque, a veces, cuando pasan esas cosas que nadie puede
cambiar, es momento de cambiarnos a nosotros mismos para poder actuar del mejor
modo.
Es una prueba
valiente para la cual, debemos estar preparados. Reaccionemos.
Valeria Sabater
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