jueves, 9 de abril de 2020

LA CUARTA HUMANIDAD



La Cuarta Humanidad la constituían seres enfermizos, de corta vida e inteligencia escasa. Vivían una media de veinticinco a treinta años, sumidos en un infierno tal que apenas dejaron huella en la historia; pero su recompensa fue una prolifera capacidad de reproducción. De hecho, ellos repoblaron la Tierra tras la guerra.

Desperdigados, en islas aisladas, una parte de los supervivientes de la Tercera Humanidad resistieron durante ocho generaciones. Preservaron sus conocimientos científicos y tecnológicos, así como el desarrollo espiritual anterior al conflicto.

Sabían que su tiempo era limitado a causa de los efectos de la radiación. Y, puesto que su capacidad reproductora era baja, procuraron hacer uso de sus últimas fuerzas para instruir a los primitivos seres de la Cuarta Humanidad.

Visitaron sus centros de población, aunque sin aproximarse demasiado ya que temían contagiarse de sus frecuentes en enfermedades, y les transmitieron, ante todo, conocimientos básicos de agricultura e higiene. Los miembros de la Cuarte Humanidad consideraban que aquellos seres, más altos y más inteligentes que ellos, eran "dioses".

Los "dioses" llevaron a cabo experimentos genéticos para mejorar la raza. También buscaron el modo de preservar los conocimientos de tiempos pasados, cuando la gente vivía en armonía y sabia qué significaba disfrutar de un perfecto equilibrio. 

Los últimos Terceros Humanos creían que el Sol era la fuente de inteligencia del Sistema Solar, y le rezaron para, con su ayuda, salvaguardar los conocimientos que permiten alcanzar la armonía perfecta. El Sol respondió, enviándoles un nuevo tipo de energía en forma de mensajeros. La Luz es el mensajero del Sol.

En aquella ocasión, la nueva energía de Luz se manifestó en seres angelicales, que se aparearon con los humanos para crear una reza mestiza capaz de posibilitar una nueva evolución de los humanos. Enoch fue uno de estos seres.

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Fuente: Mas allá del Miedo.
Las enseñanzas de D. Miguel Ruiz:
 Recogidas por  Mary Carroll Nelson

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