Hay un tipo de soledad que no tiene nada que ver con la desolación ni con la desesperación y que la medicina occidental tan solo está empezando a comprender. Se trata de una especie de cercanía profunda con tu propio ser, una intimidad con el paso silencioso de todo cuanto existe, una amistad profunda con la aflicción y con lo transitorio tanto dentro como fuera de nosotros.
Abrazas el hoy con todo tu amor mientras lloras en silencio por los sueños del ayer o por los mañanas que ya nunca serán.
Hay una fragilidad que no tiene que ver con la debilidad, una exquisita sensibilidad hacia la triste majestuosidad de este mundo ordinario, una apertura vulnerable que no tiene nada que ver con cuanto dinero hayas conseguido ganar, con cuánto éxito hayas obtenido o con cuánto hayas fracasado en tu búsqueda de la perfección, ni con lo bonito o lo sano que sea tu cuerpo; tiene que ver con la ternura con la que estés dispuesto a acariciar las partes rotas del mundo, con hasta dónde estás dispuesto a sumergirte en las profundidades de la soledad.
Hay una exquisita melancolía que no es depresión, que no tiene nada de patológico -pues, de hecho, no contiene ningún yo en absoluto que pudiera presentar esas patologías-, Es como si el corazón se hubiese abierto completamente en un estallido y ya no fuese posible volver a cerrarlo nunca más, como si todo estuviese hecho del cristal más fino y se pudiese romper en cualquier momento; el sol podría dejar de arder, la respiración podría detenerse, un ser querido podría morir pacíficamente en tus brazos.
Es como si ese pequeño pájaro que está posado en el árbol estuviese tejido con el hilo más fino; como si el charco frente a la puerta del supermercado tuviese una profundidad infinita pero ninguna superficie en absoluto; como si la luna no fuese más que el fantasma de un sueño y todo estuviese cerca; como si pudieras tocar el horizonte y susurrarles a las galaxias.
A veces, esta melancolía surge inesperadamente en medio de la noche, cuando no puedes conciliar el sueño y la luz de la luna crea sombras tenues a través de la ventana. O, en otras ocasiones, se presenta mientras caminas por el bosque con tu perro, al recordar lo que es sentirse libre o, al menos sentirse vivo. O puede llegar cuando menos lo esperas mientras estas cenando con tus amigos, deleitándote con .... la sal, sí, maravillado de que algo como la sal pueda existir, de que exista un mundo en el que haya condimentos que te alegren la comida, amigos y la posibilidad de encontrarse y estar juntos.
No trates de eliminar esta melancolía con medicamentos. En lugar de eso, sumérgete más profundamente en ella. Contiene información importante, y está deseando liberar todas sus energías sanadoras.
No, los demás no te van a entender. Te dirán que estas deprimido, que eres demasiado autocomplaciente. pero tú sonreirás, porque nunca has pretendido que nadie te entienda. Tu ser es demasiado vasto, demasiado inmenso como para que te entiendan. No preferirías ninguna otra vida antes que esta vida imperfecta; escogerías una y mil veces con gratitud este mundo roto y devastado antes que un mundo perfecto pero disfrutado a medias, recordado solo parcialmente. Y los juicios de los demás son un precio insignificante que pagar a cambio de no tener que huir nunca más.
Reirás corriendo desnudo por las calles, arrojando al aire la poca ropa que te quede, mientras vienen corriendo a por ti para encerrarte.
¡Eres libre! ¡Eres libre! ¡Y esta preciosa melancolía evitará que nunca jamás vuelvas a cerrar tu corazón!
Del libro La Senda del Reposo
Jeff Foster
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