“Dime de qué
presumes y te diré de qué careces” dice un refrán popular que algunos han
condenado al ostracismo de las verdades molestas. Prisioneros de la dictadura
de la apariencia, víctimas de una sociedad de consumo en la que cuanto más
tienes más eres, es fácil caer en el error de preocuparnos demasiado por
brindar una imagen social de éxito y felicidad, olvidándonos de nuestro auténtico
bienestar.
Seducidos por el canto de sirenas de las redes
sociales, que nos prometen una identidad virtual exitosa e impecable, podemos
llegar a priorizar tanto nuestra imagen social que el “yo” termina siendo un
actor secundario, relegado a un segundo plano, donde languidece en la
insatisfacción de lo que podía haber sido, pero no fue.
Corría el año 356 a. de C. cuando en una cálida noche sin
luna, un hombre llamado Eróstrato se introdujo a hurtadillas en un templo, se
apoderó de una lámpara y la acercó a la tela que envolvía la estatua de
Artemisa para incendiarla. Así destruyo el templo de Artemisa, una de las siete
maravillas del mundo antiguo.
Su mano se movió motivada por la fama. No perseguía otro
fin que pasar a la posteridad. Hoy el “complejo de Eróstrato” se utiliza para
indicar a aquellas personas que buscan sobresalir a toda costa, que quieren
distinguirse y ser el centro de la atención, pero en vez de desarrollar sus
cualidades y capacidades para realmente aportar valor, destruyen o construyen
una personalidad ficticia.
Las personas que priorizan las apariencias no han
desarrollado completamente todas las facetas de su “yo” y necesitan recurrir a
un personaje ficticio para hacer creer a lo demás – o autoafirmarse en la
creencia – que tienen éxito y son importantes. Para lograr su objetivo, no
dudan en inventar o adornar excesivamente situaciones de todo tipo que les
permitan transmitir la idea de que llevan un vida feliz y con mucho éxito.
Estas personas ostentan sus posesiones materiales sin
pudor y a menudo también se vanaglorian de sus relaciones sentimentales ya que
para ellas son un logro más.
Jamás tienen problemas, su vida es simplemente perfecta.
De hecho, a veces llegan a creerse tanto el personaje que han construido que,
aunque la vida se esté desmoronando a su alrededor como frágil castillo de
naipes que es, se niegan a reconocerlo.
¿De dónde proviene el
deseo de aparentar lo que no somos?
En la base de las apariencias se encuentra una profunda
necesidad de ser aceptados y amados, así como se sentir que somos importantes.
Cuando somos pequeños, nos damos cuenta de que los “buenos comportamientos” son
premiados en forma de afecto y aceptación, de manera que comenzamos a
adaptarnos al medio para obtener la aprobación que necesitamos.
En la etapa adulta esa respuesta adaptativa puede
transformarse en un patrón neurótico. La persona que vive de las apariencias
depende casi por completo de las opiniones de los demás, por lo que construye
una imagen ficticia con la que pretende granjearse la aceptación que necesita.
El problema es que en muchos casos termina identificándose
con esa imagen. Lo que inicialmente era una respuesta de supervivencia, termina
convirtiéndose en una sobreadaptación y la persona decide y actúa buscando la
aprobación ajena, olvidándose de sí misma. Se olvida de construir una vida que
la haga sentir bien, para crear una vida que se vea bien desde fuera.
En el fondo, esa búsqueda de aprobación esconde un
profundo miedo a ser rechazado y perder el afecto. Estas personas piensan que
si se muestran tal cual son, si son auténticas, los demás no las aceptarán. Eso
significa que no aceptan algunas de sus características, pero en vez de
emprender un trabajo interior para cambiarlas, simplemente deciden esconderlas.
Por eso, cada apariencia es el reflejo de una carencia, una meta frustrada y/o
un rechazo interior.
Quien vive para
aparentar se olvida de vivir.
Las personas que viven para aparentar no han desarrollado
una buena conciencia de sí mismas, no tienen una autoestima sólida, sino que
dependen emocionalmente de las valoraciones de los demás. Eso les lleva a
perder la conexión consigo mismas, no son capaces de identificar sus propias
necesidades y pierden de vista los objetivos en la vida ya que su meta se
limita a buscar la aprobación construyendo una máscara tras la cual esconderse.
Como dijera el escritor francés La Rochefoucauld: “Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos
para los demás, que al final nos disfrazamos para nosotros mismos”. De
hecho, es habitual que estas personas se queden atrapadas en la máscara que han
construido, víctimas de la superficialidad y las apariencias, sin poder
establecer relaciones sólidas y profundas ya que siempre están ocultando su
verdadero “yo” y se relacionan a través de una personalidad maquillada.
Por otra parte, mantener esa imagen de perfección no suele
ser fácil. Ya lo decía Karl Kraus: “aparentar
tiene más letras que ser”. La persona que quiere ser fiel al personaje que
ha construido tiene que someterse a un férreo control y supervisión constante,
de manera que sufre una gran presión autoinfringida que puede hacerla estallar
en cualquier momento. Y eso no es felicidad. De hecho, es lo más alejado de la
felicidad que se desea aparentar.
De esta manera, cuando más intentamos aparentar, más ñejos
estaremos de alcanzar eso que aparentamos. Es una doble atadura psicológica
porque cuanto más nos preocupemos por aparentar ser felices, neos tiempo
tendremos para intentar descifrar que nos hace felices de verdad.
¿Cómo escapar de
las apariencias en la sociedad de las apariencias?
No podemos negar que la presión social exista y que a
todos nos agrade ser aceptados. Sin embargo, debemos asumir que todos no
aprobaran cómo vivimos o lo que pensamos. Y eso no significa que tengamos menos
valor, simplemente significa que somos únicos. La búsqueda de aceptación y la
aceptación terminan allí donde comienza a corroer nuestra identidad
empujándonos a convertirnos en algo que no somos.
Jennifer Delgado
No hay comentarios:
Publicar un comentario