Todo termina. Todo aquello a lo que queremos está en este mundo
únicamente durante un tiempo muy corto. Deseamos darle la espalda a este
hecho tan hermoso, intentando no pensar en ello y decimos que es
"deprimente", "negativo" o "demasiado tenebroso".
Pronunciamos palabras de ánimo, como: "¡Venga! ¡Anímate!" tratando de
descartar todo final de nuestra vida --como si los finales fuesen nuestros
enemigos--, enterrando en el lodo el dolor, la tristeza, los anhelos, los
miedos, el temor a la eternidad, distrayéndonos con las mil cosas con las que
nos ocupamos diariamente.
Recurrimos a los lugares comunes, a los tópicos, al
"pensamiento positivo" y a las religiones basadas en el mido y en las
promesas de segunda mano. Nos negamos a mirar cara a cara a la naturaleza y a
sus antiguas y misteriosas formas de operar. Luchamos por controlar nuestras
vidas con más ferocidad aún, agotamos nuestras energías intentando salvarnos de
algo de lo que no podemos salvarnos.
Y sin embargo, acechando bajo toda esa frivolidad, bajo nuestras
distracciones, bajo todos nuestros intentos por controlar lo Incontrolable, la
ansiedad sigue retumbando en nuestro interior; ese miedo antiguo a lo profundo,
el fantasma de la perdida, la incertidumbre de que todo muere, casi siempre
cuando menos lo esperamos, cuando menos lo queremos, cuando menos preparados
estamos para ello.
Pero, tal y como todos los maestros espirituales nos han recordado
a lo largo de los siglos, la muerte no es más que una parte del gran ciclo de
la vida, y la impermanencia está incrustada en el mismo corazón de nuestra
experiencia relativa como seres humanos; nada es cierto ni seguro aquí salvo la
incertidumbre, no hay ninguna otra promesa salvo "lo que es", e
ignoramos peligrosamente el ciclo del ascenso y descenso de todo lo que existe.
El Buda enseñaba que todo está ardiendo, incluso Jesucristo miró
directamente a los ojos de la muerte y de la destrucción. Todos, en mayor o
menor medida, tenemos que afrontar la muerte para poder valorar la vida, para
sentirnos realmente vivos, para conocer nuestro verdadero lugar en la
inmensidad del cosmos.
En realidad evitamos la contemplación de la muerte para eludir
nuestro propio sufrimiento, nuestra propia desolación. Sin embargo, permitir
que nuestro corazón estalle en pedazos, que se ablande, sumergirnos
profundamente en el conocimiento de que todo pasará, puede ser en
realidad ese gran portal que buscábamos hacia el despertar.
Sencillamente dejamos de darlo todo por sentado; dejamos de vivir
en el "mañana" y volvemos la atención hacia este día lleno de vida;
dejamos de buscar la felicidad en el futuro, de aferrarnos a las promesas de
los demás, y comenzamos a penetrar en una felicidad mucho mayor que permanece
anclada en la presencia, en la verdad. Una felicidad que
permite que todo llegue pero también que todo termine, que acepta las pequeñas
muertes a medida que se van produciendo día a día: las decepciones, las
pérdidas, las expectativas frustradas las despedidas.
Lo inesperado se convierte en nuestro mejor amigo, en un compañero
constante. Nos abrimos a todo lo agridulce, a la fragilidad y a la total
vulnerabilidad, al precioso regalo que es cada momento, a cada encuentro con un
amigo, con un amante, con un extraño.
Así, cada momento se vuelve sagrado, divino, porque podría ser el
último. Y esto no es algo que resulte deprimente para nuestro corazón, sino que
es liberador, enriquecedor, porque ahora eres libre -- libre para vivir de
verdad, para amar, para reír y para entregarte completamente a la
existencia--. Ahora cada pequeño instante compartido con tu pareja, con un
amigo, con tu madre, con tu padre, con tu amado hijo, es percibido como algo
infinito, eterno.
Permitimos que nuestro corazón se abra tal y como está
abierto hoy, acogiendo la pérdida en la grandiosidad del amor, manteniéndonos
muy juntos unos a otros mientras recorremos la senda de la vida, aprendiendo a
cuidar y a querer nuestra forma física a pesar de que esté ardiendo, de que sea
efímera, de que ya se esté terminando incluso cuando comienza. Como nos
recuerda Eckhart Tolle, incluso el sol morirá.
Todo es una ilusión, pero ilusión no significa "irreal"
o " no existente", sino "transitorio", "lúdico",
muriendo eternamente en nuestra presencia, incapaz de aguantarse en pie durante
mucho tiempo y precisamente por eso adorable, hermoso, valioso, digno de ser
acogido en nuestros brazos tal y como es.
Al mirar a la muerte cara a cara descubrimos una felicidad que no
depende de las formas y, así, comenzamos a perder el miedo básico que tenemos a
vivir. Encontramos s Dios --la presencia del amor; la luz, la consciencia, la
eternidad-- en medio de nuestro día a día ordinario, en las ganancias y en las
pérdidas, en los placeres y en los sufrimientos, en la tristeza y en la más
profunda de las alegrías que forman parte de la locura y la hermosura de la
experiencia humana.
El verdadero amor está contenido en el seno de la contemplación de
la pérdida de un ser querido, del mismo modo que todas las bienvenidas
contienen en su seno su propia despedida, del mismo modo que el cielo contiene
a los planetas y el universo contiene tanto el nacimiento como la muerte de
todos los soles lejanos.
Amigo mío, te amo, pero no siempre voy a estar aquí con esta
forma, ni tú tampoco. Sin embargo, ahora, estamos juntos, y eso es lo único que
importa.....
Fuente: Jeff Foster. La senda del reposo.
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