El propio hecho de
descubrir implica abrir la mirada a un nuevo horizonte. Y tal vez, la labor de
descubrir sea la misión esencial que el ser humano tiene asignada sobre la
Tierra. Se trata de escribir cada día una página nueva en nuestro libro de la
vida, para que nos aproximen al núcleo esencial de todas las cosas. Cada vez
que descubrimos, abrimos una puerta a una porción de nuestra verdad y de
nuestra existencia.
Cuando experimentamos
el hecho de descubrir junto a otra persona, se produce un chispazo que nos hace
cómplices del instante mágico del darse cuenta. Cuando descubrimos una
cualidad, hasta entonces oculta o simplemente comprendemos los procesos
mentales que nos conforman, sentimos la felicidad del que se sabe que crece y
se libera.
Sim embargo, más
tarde sucede que la mente tiende a quedarse enganchada dando vueltas sobre lo
descubierto, sin percatarse de que el verdadero gozo estaba en descubrir.
¿Existe verdad mayor que la fugaz y luminosa chispa del descubrimiento? ¿Puede
haber algo más bello que compartir el acontecimiento de descubrir?
Intuimos que somos
algo más que cuerpo. Intuimos que algo en nosotros es Luz, Eternidad y
Totalidad de conciencia. Y sucede que todo aquello que contribuye a
descubrir tal esencia, vitaliza los
sentidos y produce alegría y vitalidad en el alma. Descubrir quiénes somos y
descubrir cómo funcionan nuestras diferentes partes internas, es un regalo tan
intenso como pasajero. Algo parecido al relámpago que al llegar de súbito lo
ilumina todo.
Cuantos más rayos
tiene una tormenta, más horizonte se descubro aunque sea en una noche de nubes
negras. Vivir en el descubrimiento sostenido conlleva en estado de conciencia
que recuerda a la del niño que se sorprende una y otra vez, porque ve las cosas siempre como nuevas.
Un estado de
conciencia que carece de memoria y anticipación y, en el que cada instante se
descubre maravillado una existencia nueva. Redescubramos al niño interno y
rescatemos su inmensa grandeza. Ahora ya somos conscientes del regalo que
supone recrearnos en la perfección que subyace tras nuestras luces y sombras
internas.
Lo que ha sido
descubierto, pasado un instante, ya queda viejo. Sin embargo, el descubrir es
siempre fresco. Una experiencia que no depende de lo de fuera, de sus
artilugios, ni de los “efectos especiales” que adornen las superficies
externas. El descubrir depende de la actitud con que se encara la vida, depende
de la capacidad de vaciarse y soltar registros ya vividos, archivos que se
proyectan en todo aquello que uno mira con carga vieja. El descubrir supone
soltar suposiciones y neutralizar el control que quiere ejercer la cabeza.
Merece la pena abrirse a lo nuevo y recordar que todo lo recién nacido está en
nuestros ojos y no precisamente en las “afueras”.
La conciencia
creativa permite, en cada momento, que uno se construya la vida como si de
pintar un lienzo se tratara. Para ello, el artista descubre la chispa de la
siguiente pincelada. Y aunque ignora lo que va a hacer luego, confía que en el
paso siguiente, descubrirá la forma y resolverá la encrucijada.
El camino se hace al
andar, descubriendo cada segundo el lugar de la próxima pisada. La anticipación
emocional condiciona la mente a tener que vivir lo que previamente programo
sobre el futuro de su propia historia. Cuando
vamos a una fiesta con la intención de repetir el goza de la anterior, decimos
adiós a lo nuevo, y apostamos por más de lo mismo. En realidad, EL QUE DESCUBRE
ES EL QUE DESPIERTA.
Esteban Perez
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