De pequeños nos enseñaron a ser niñas y
niños “buenos” (al parecer se sobreentendía
que éramos “malos”. No enseñaron que “éramos buenos” si limpiábamos
nuestra habitación, a si sacábamos buenas notas. No nos enseñaron que éramos
“esencialmente buenos”. No nos proporcionaron una sensación de aprobación
incondicional, un sentimiento de que éramos valiosos por lo que éramos, no por
lo que hacíamos. Y no es que fuéramos educados por monstruos. Nos educaron
personas a quienes habían educado de aquella misma manera. A veces, en
realidad, quienes más nos amaban sentían que era su responsabilidad que estuviéramos
bien preparados para la lucha. ¿Por qué? Porque el mundo es como es, duro, y
ellos querían que nos fuera bien.
Teníamos que volvernos tan locos como
está el mundo, porque de otra manera jamás nos adaptaríamos a él. La meta era
el logro, el título, el ingreso en la Universidad. Lo
raro es que no hayamos aprendido que la disciplina desde esa perspectiva es un
extraño y antinatural desplazamiento de nuestro sentimiento de poder, que lo
aparta de nosotros para proyectarlo sobre fuentes externas. Perdimos el
sentimiento de nuestro propio poder. Y lo que aprendimos fue el miedo de que,
siendo tal como éramos no valiéramos lo suficiente.
El miedo no favorece el aprendizaje.
Nos vuelve tullidos, inválidos y neuróticos. Y cuando llegábamos a la
adolescencia, la mayoría de nosotros estábamos gravemente “tocados”. Nuestro
amor, nuestro corazón, nuestro verdadero yo, fueron constantemente invalidados
tanto por la gente que no nos quería como por la que nos amaba. Y por falta de
amor empezamos lenta pero inexorablemente a hundirnos.
Cuando desde niños nos han enseñado que
somos seres separados y finitos, nos resulta muy difícil todo lo que tiene que
ver con el amor. Lo sentimos como un vacío que nos amenaza con abrumarnos, y en
cierto sentido, es y hace precisamente eso.
Cuando utilizo la palabra “ego” lo hago
de manera diferente a como se suele usar en la psicología moderna. La utilizo
como los antiguos griegos, como la idea de una identidad pequeña y separada. Es
una falsa creencia sobre nosotros mismos, una mentira sobre quienes y qué somos
en realidad. Por más que esa mentira sea nuestra neurosis, y que vivirla sea
una angustia terrible, es sorprendente la resistencia que ofrecemos a sanar la
escisión.
Cuando el pensamiento se separa del
amor, da lugar a creaciones fundamentalmente falsas. Es nuestro propio poder
vuelto en contra de nosotros mismos. En el momento en u la mente se separó por
primera vez del amor, cobró existencia todo un mundo ilusorio.
El ego tiene una seudovida propia y,
como todas las formas de vida, lucha con uñas y dientes por sobrevivir. Por más
incómoda, dolorosa o incluso a veces desesperada que pueda ser nuestra vida, es
la vida que conocemos y nos aferramos a lo viejo en vez de probar algo nuevo.
Es increíble la tenacidad con que nos aferramos a cosas de las que pedimos ser
liberados en nuestras oraciones. El ego
es como un virus informático que ataca al centro del sistema operativo. Nos
muestra un oscuro universo paralelo, un
ámbito de dolor y de miedo que en realidad no existe, aunque ciertamente parece
real. El ego es nuestro amor a nosotros mismos convertido en odio a nosotros
mismos.
El ego es un campo de fuerza gravitacional,
construido durante eternidades de pensamiento atemorizante, cuya atracción os aleja
del amor que hay en nuestro corazón. El ego es nuestro poder mental vuelto
contra nosotros mismos. Es astuto como nosotros y persuasivo como nosotros, y
manipulador como nosotros. “Es un diablo de lengua de plata” El ego no se nos
aproxima para decirnos: “Hola, soy tu asco de ti mismo”. No es estúpido, porque
nosotros tampoco lo somos. Mas bien nos dice cosas como: “Hola, soy tu yo
adulto, racional y maduro. Te proporcionare todo lo que necesites”
Y entonces empieza a aconsejarnos que
nos cuidemos a nosotros mismos a expensas de los demás. Nos enseña a ser
egoístas, codiciosos, críticos y mezquinos. Pero recuerda que no somos mas que
UNO: “Lo que damos a los demás, nos lo damos a nosotros mismos; lo que les
negamos, nos lo negamos a nosotros mismos. En cualquier momento en que
escogemos el miedo en lugar el amor, nos negamos la experiencia el Paraíso. En
la misma manera en que abandonemos al amor, sentiremos que el amor nos ha
abandonado.
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