Las heridas más profundas no las
hacen los cuchillos. Las hacen las
palabras, las mentiras, las ausencias y las falsedades. Son heridas que no se
ven en la piel, pero que duelen, que sangran, porque están hechas de lágrimas
tristes, de esas que se derraman en privado y en callada amargura.
Quien ha sido herido navega durante un tiempo a la
deriva. Más tarde, cuando el tiempo cose un poco esas
fracturas, la persona se da cuenta de algo. Percibe que ha cambiado, aún se
siente vulnerable, y a veces comete el peor error posible: crear una férrea
barrera de autoprotección. En ella, clava la desconfianza, el filo de la rabia
e incluso la alambrada del rencor. Mecanismos de defensa con los que evitar ser
lastimados una vez más.
Pero nadie puede vivir eternamente a la defensiva. No
podemos convertirnos en inquilinos de las bahías de nuestras soledades, en
expatriados de la felicidad. Gestionar el sufrimiento es una labor
descarnada y concienzuda, que como diría Jung, requiere reencontrarnos
con nuestra propia sombra para recuperar la autoestima.
Propiciar de nuevo esa unión es algo que nadie podrá
llevarlo a cabo por nosotros. Es un acto de delicada soledad que haremos casi a
modo de iniciación. Solo quien logra enfrentarse al demonio de sus
traumas con valentía y decisión consigue salir airoso de ese bosque de espinas
envenenadas. Aunque eso sí, la persona que emerge de este escenario
hostil ya no volverá a ser la misma.
Será más fuerte.
El bálsamo del alma herida es el equilibrio. Es
poder dar el paso hacia la aceptación para liberar todo lo que pesa, todo lo
que duele. Es cambiar esa piel frágil y herida por una más dura y más hermosa
que arrope ese corazón cansado de pasar frío. Ahora bien, hay que tener en
cuenta que existen muchas raíces subterráneas que siguen alimentando la raíz
del dolor. Ramificaciones que lejos de drenar la herida, la alimentan.
Odiar nuestra vulnerabilidad es, por ejemplo, uno de
esos nutrientes. Hay quien la niega, quien reacciona frente a esta aparente
debilidad. Vivimos en una sociedad que nos prohíbe ser vulnerables.
Sin embargo, un bálsamo para la mente herida es
aceptar sus partes más frágiles, sabiéndonos heridos pero merecedores de
encontrar la tranquilidad, la felicidad. Lo importante es querernos lo
suficiente para aceptar esas partes rotas sin rencores. Sin convertirnos en
renegados del afecto propio y ajeno.
Otra raíz que alimenta nuestra mente herida es la
carcoma del resentimiento. Lo creamos o no esta
emoción tiende a “intoxicar” nuestro cerebro hasta el punto de cambiar nuestros
esquemas de pensamiento. El rencor prolongado cambia nuestra visión de la vida
y de las personas. Nadie puede hallar bálsamo alguno en el interior de esta
jaula personal.
Esas heridas profundas e invisibles habitarán para
siempre en lo más hondo de nuestro ser. Sin embargo, tenemos dos opciones. La
primera es ser cautivos del dolor eternamente. La Segunda, es quitarnos la
coraza para aceptar y sentir la propia vulnerabilidad. Solo así, llegará
la fortaleza, el aprendizaje y ese paso liberador hacia el futuro.
Todos arrastramos nuestras partes rotas. Nuestras
piezas perdidas en esos rompecabezas que no llegaron a completarse. Una
infancia traumática, una relación afectiva dolorosa, la pérdida de un ser
querido…Día a día nos cruzamos los unos con los otros sin percibir esas heridas
invisibles. Las batallas personales que cada uno ha librado perfilan lo que
somos ahora. Hacerlo con valentía y dignidad, nos ennoblece.
Hemos de ser capaces de reencontrarnos. Los
rincones quebrados de nuestro interior nos alejan por completo de ese esqueleto
interno donde se sustentaba nuestra identidad. Nuestra valía, nuestro
autoconcepto. Somos como almas difuminadas que no se reconocen al espejo o que
se convencen a sí mismas de que ya no merecen amar o ser amadas de nuevo.
Claves para sanar las heridas con valentía.
En japonés existe una expresión, “Arigato
zaisho”, que se traduce literalmente como “gracias ilusión”. Sin
embargo, durante mucho tiempo se le ha dado otra connotación realmente
interesante dentro del crecimiento personal. Nos demuestra la sutil
capacidad que tiene el ser humano de transformar el sufrimiento, los rencores y
las amarguras en aprendizaje.
Abramos los ojos desde el interior, para ilusionarnos
de nuevo. Porque centrarnos en la tortura que generan esas heridas nos aleja
por completo de la oportunidad de adquirir conocimiento y perspicacia.
Para lograrlo, hemos de ser capaces de evitar que
nuestros pensamientos se conviertan en ese martillo que, una y otra vez, golpea
el mismo clavo. Poco a poco el agujero será más grande.
Frenar los pensamientos recurrentes de angustia,
rencor o culpa es sin duda el primer paso. Asimismo, es conveniente también
focaliza toda nuestra atención en el mañana.
Cuando nos encontramos en esa habitación oscura donde
solo os acompaña la amargura y el rencor, las perspectivas de un futuro se
apagan, no existen. Hemos de acostumbrarnos poco a poco a la luz. A
la claridad del día, a generar nuevas ilusiones, nuevos proyectos.
Es posible que a lo largo de la vida nos hayan “enterrado” con el velo del dolor que generan esas heridas invisibles. No obstante, recuerda, somos semillas.
Somos capaces de germinar aún en las
situaciones más adversas para decir en voz alta: “Arigato
zaisho”