El ser humano ya dejo atrás la etapa arcaica en la que su
única inquietud era cazar o recolectar para poder comer.
El
impulso de vida no se ha detenido, y
aquel “homo habilis” de hace dos millones de años ha seguido desplegando capacidades
y, con ellas, también nuevas necesidades.
Y, si en tiempos antiguos el pan y la leche saciaban la
única hambre que tenía el ser humano, pasados los milenios, surgieron hambres
nuevas. El nuevo ser se descubría a sí mismo ya no solo diseñado para
sobrevivir y no ser depredado, sino también para apreciar aspectos sutiles de
la existencia.
La inteligencia desplegó capacidades insospechadas de
lograr alimento, por lo que hombres y mujeres comenzaron a poder enfocarse en
labores que no estaban directamente relacionadas con la agricultura y la
ganadería. Estos emergentes “HOMO SAPIENS” se movilizaron hacia actividades
tales como el comercio, la religión o el arte, entre otras.
Con el tiempo, era cada vez menor el número de personas
dedicadas directamente a producir alimentos. Solo un reducido número de seres
generaba la base alimentaria de cada comunidad. Más tarde, llego la
superproducción de alimentos donde el ser humano era capaz de pagar más por un
teléfono móvil que por el alimento de varios meses.
Hemos dado pasos adelante, nuestros ojos ya no solo
sirven para controlar las amenazas de los depredadores y mirar dónde podemos
sobrevivir. Somos la única especie cuyos sentidos sirven para percibir las
evoluciones de la danza, las composiciones musicales, el juego de las palabras
y los colores. Así como muchos matices
sensoriales que conmueven nuestra alma y evocan la belleza que somos en esencia.
Nuestros oídos no solo parecen diseñados para oír el
chasquido de un de una rama avisando que se acerca aquello que puede comernos,
nuestros oídos también se deleitan con un Mozart. Nuestro diseño permite llegar
al éxtasis tan solo escuchando los mil y in mensaje que encierran las
combinaciones armoniosas de notas que emite cada instrumento.
Y, para que hablar de nuestras manos que no solo
construyen lanzas y arcos, sino que pueden hacer prodigios tales como el de
acariciar expresando sublimes sentimientos de ternura.
Uno intuye que el
ser humano tiene un destino que va más allá de habitar la tierra para
sobrevivir.
Tenemos una concepción cada vez más amplia de lo que
significa la vida. De hecho, el último regalo evolutivo que ésta nos ha hecho
ha sido: La consciencia, gracias a ella
nos damos cuenta de que nos damos cuenta. Y tal cualidad despliega
posibilidades insospechadas.
Una gran parte de la población mundial sacia diariamente
su estómago y, por tanto, su mirada puede enfocarse en aspectos que no dan
directamente de comer, aunque indirectamente lo hagan. Actividades tales como
el mirar las estrellas, o bien investigar en laboratorios, o participar de
círculos contemplativos y un sinnúmero más de ella que conforman la sofisticada
cultura de la raza humana.
La riqueza ya no consiste en llenar el granero y
garantizar alimento para el estómago, además debe nutrir los sueños y las
locuras de cada cual.
El nuevo alimento
que el ser humano necesita contiene las “proteínas de la conciencia” Que
permiten reconocernos como seres trascendentes.
Quien padezca hambre de pan físico, lo cierto es que
deberá atender con prioridad a su propia urgencia biológica y no perderse en
bucles de su propia idealización filosófica.
Lo explica muy bien, la conocida “Pirámide de Maslow” En dicha pirámide se clasifican cuatro niveles
de abajo arriba, en los que se manifiestan las diferentes necesidades humanas.
Los primeros satisfacen necesidades básicas de nuestra
dimensión instintiva. Más tarde y, conforme seguimos evolucionando, se accede a
los siguientes niveles en los que las necesidades son menos primarias y más
sociables como la amistad y la influencia social.
Finalmente llegamos al cuarto nivel en el que se demanda
satisfacer lo que se entiende como necesidades superiores.
Y en este punto de evolución es donde se despliega el impulso de auto
realización, es decir, de actualizar los potenciales más elevados de nuestra
esencia.
El hecho de sentir “necesidad” de meditar y de contribuir
a la felicidad de todos los seres, alimenta una dimensión de nuestro cuerpo y
nuestra mente que se halla más allá de los escalones alimentarios básico ya
resueltos.
Quienes precisan de cultivar su dimensión profunda,
asumen la meditación como práctica del silencio, (el encuentro con uno mismo),
como algo tan fundamental y nutritivo como puede ser el alimento del cuerpo
físico.
De hecho, la comunión cristiana por la que el pan de
levadura es consagrado y luego ingerido como el “cuerpo de Dios”, puede llevar
a quien participa de tal fe a estados de unión mística que deja pequeño el pan
como alimento. Asimismo, el ágape también hace referencia a un banquete de
celebración con un propósito que va más allá del alimento del plato.
Trabajar la atención al momento presente y enfocarse en
desplegar autoconsciencia son también formas universales de conexión que, yendo
más allá de credos e ideologías, dan bienestar a quienes las saborean.
La autoconsciencia es la fuerza que nos moviliza a
interiorizar la mirada y tratar de comprender, o en su caso, de aceptar nuestra
pequeña realidad en un marco mayor.
El ser humano cada vez es más lúcido y complejo y
paradójicamente más sencilla, un ser con necesidades insospechadamente intangibles.
Podríamos definir al ser humano lúcido, como una criatura
despierta y chispeante que crea su destino y juega con los mundos que proyecta
a imagen y semejanza.
Su alimento es su propia plenitud y el reconocimiento de
ser habitante y cómplice en el todo.
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